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El laberinto de la llorona

Publicado en 2017-01-08 | General, Cananea, Columnas, Nuevas

Por: Paulina García Jaime

¿Para qué lo hago? ¿A quién engaño? Lo he reconocido, no puedo vivir sin él, él es el viento que corre por mi rostro, que peina mis cabellos con sus suaves y largos dedos. Me he vuelto una bebedora y entonces encontré a un amante para desahogar mis penas: la cerveza negra. Al inicio, con dos tarros era más que suficiente, ahora son cuatro ¿o serán cinco? No importa, el punto es que me convertí en una borracha que filosofea sobre el sentir amor. Lloro cada noche llamándole por su nombre, no por su apellido o apodo como lo hacen otros, por su bello nombre de nueve letras. Él era mi todo, lloro y me revuelco en el suelo por él, la causa del filosofar en mis borracheras.

¡Ay el amor! Nunca me dijeron que no es lo mismo a un romance, él tenía un enamoramiento al romance: los besos, las caricias, los abrazos, pero no era amor, y eso es lo que destroza mi alma, mi orgullo y mi frágil corazón.

Ese muchacho me parecía hablar en una lengua muerta, no entendía su querer pero sí su romanticismo desesperante y ahogante, así como su esperanza y (aun que no lo crean) su voz.

El amor no duele, no es fácil de identificarle, sólo lo confundimos con las flores, las cartas, los globos, los regalos y los chocolates.

Para una de mis borracheras, llegué al centro histórico de la ciudad, la Plaza de la Pistola. La cerveza, según cabellos míos, hizo su efecto. De repente me encontré en un laberinto de arbustos, mi falsa valentía me obligó a entrar a esas verdes paredes.

De todos los consejos dados a la débil razón, sólo uno llegué a recordar: siempre a la derecha...

Así fue, sólo daba vuelta a mi derecha mientras mi mano palpaba los ramajes rectos, siempre a la derecha pero ¿por qué porque soy diestra y no soy útil con mi izquierda? No señor, iba borracha pero no camina a diestra y siniestra, sólo a diestra. Soy una pelinegra embriagada de romance con crudas de desamores, de querellas que sólo toman impetuosamente un lado.

Me pareció escuchar un leve sonido, conforme daba más a mi caminata la dirección a la derecha, más crecía.

Quería llegar a la fuente de ese sonido. Mi gabardina color café claro se enredaba con las ramas, me quedé por segundos en estado de estupor y continúe mi camino a traspiés.

Derecha, diestra, derecha, sé diestra, sé derecha, es la misma al fin y al cabo.

Me seguía enredando en las paredes, por un momento creí que iban a atraparme, arrastrarme y tragarme para ya no volver, eso desearía...

El sonido se volvió más familiar, era el llanto de una mujer. Finalmente, lo logré, llegué al centro del laberinto, descubrí una pequeña fuente de agua y vi sentada a una mujer. Vestía de blanco pero tenía la cabeza agachada, en cuanto sintió mi presencia, la levantó y pude contemplar su rostro, era joven y bella. Era de rasgos fuertes y cabellos castaños, suavemente movidos por la brisa hacia la izquierda. Estaba maquillada, tenía el rímel corrido de tanto llorar, tanto, que le canté unos cuantos versos: “No sé que tienen la flores llorona, las flores del camposanto, no sé que tienen las flores llorona, las flores del camposanto, que cuando las mueve el viento, llorona, parecen que están llorando que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorando."

Ella seguía llorando, una persona triste le aumenta las penas a uno, así que me senté a un lado de ella para consolarla, siendo curioso que mi nombre es Consuelo.

Tenía en sus manos una fotografía de bolsillo de un hombre, era aquel del cual yo culpo por la adicción a la cerveza negra. Se dio cuenta de que conocía al hombre y entonces rompió la foto en pequeños pedazos que parecían virutas de colores cayendo sobre su vestido. Seguí cantando...

"A un Santo Cristo de fierro, llorona, mis penas, le conté yo, a un Santo Cristo de fierro, llorona, mis penas, le conté yo."

Las virutas de colores formaron flores sobre el vestido, eran unas bellas petunias, rosas y claveles que se creaban con tanta facilidad y ligereza que esa acción me conmovió. Empecé a llorar nuevamente como otras tantas veces lo he hecho, lágrimas recorrían mis mejillas y llegaron a mí labios, saboreando así su amargura y así terminamos: lloramos las dos.

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